Las redes sociales están tan llenas de “pruebas” de que fulano o mengano no es de fiar porque su opinión actual difiere de otra que tenía anteriormente, que cualquiera creería que sólo se puede ser coherente, honesto o decente si se abraza dogmáticamente o como asunto religioso cualquier idea defendida en el pasado, sin considerar el contexto.
Sin embargo, prácticamente todos los avances de la humanidad, de la ciencia y la tecnología, están fundamentados en descartar viejas creencias ante las nuevas evidencias que revelan visiones más cercanas a la verdad o la virtud si se trata de cuestiones morales.
Recientemente un amigo de infancia me recordó que el abogado Robert H. Jackson, único jurista que ha sido abogado del Estado, Procurador General y juez de la Suprema Corte estadounidense, y además fiscal principal de los juicios de Nuremberg contra los nazis tras la Segunda Guerra Mundial, dijo en 1948: “no veo ninguna razón por la que deba estar conscientemente equivocado hoy porque estuve inconscientemente equivocado ayer”.
La idea de que cambiar de opinión puede ser algo decente y honrado tiene una larga tradición en la política de repúblicas democráticas como los Estados Unidos. Lincoln, que presidió ese país durante su guerra civil para abolir la esclavitud, sostuvo que “los dogmas del apacible pasado son inadecuados para el tormentoso presente. La ocasión está pletórica de dificultades y debemos elevarnos a la altura de las circunstancias. Dado que estamos ante algo nuevo, igualmente debemos pensar y actuar novedosamente. Debemos despabilarnos para entonces salvar a nuestro país…”.
Digno de estudio
Los cambios de opinión sobre política partidista han interesado a sociólogos y psicólogos que han encontrado que es sorprendentemente fácil inducir a los votantes a creer hoy algo diametralmente distinto a lo que les parecía una certeza ayer, según el estudio “How Political Opinions Change” (Cómo cambian las opiniones políticas), por Parnamets y Van Bavel, en la edición de noviembre de 2018 de Scientific American.
Casi todas las creencias políticas están enraizadas en la necesidad de sentirse parte de algún grupo, una pertenencia que define la identidad individual. La exacerbación o radicalización del debate público sobre temas muy emocionales, como aquí el aborto en el Código Penal o qué hacer ante la creciente inmigración ilegal de haitianos, empeora porque los algoritmos de las redes sociales tienden a visibilizar más mensajes o publicaciones similares a las propias, enviando contenido acorde a las preferencias del usuario, reforzando el sentido de pertenencia.
Sin embargo, el cambio de opinión no opera cuando el ciudadano es expuesto a opiniones contrarias, lo cual tiende a reforzar las propias, sino cuando el emisor del mensaje logra convencer al receptor que era originalmente propia la idea radicalmente distinta propuesta como nueva.
Argucia tonta
La argucia más estúpida al discutir sobre política es cazar contradicciones para descalificar, como si una vieja opinión —cosa intrascendente— debiera ser dogmática o inmutable.
A periodistas y políticos viven acechándolos para sacarles columnas antiguas o videítos, sin contexto, que los muestran difiriendo de su realidad actual, como si sus vivencias y experiencias no contaran para nada o fuera prohibido cambiar de ideas.
Por ejemplo, el presidente Luis Abinader recientemente visitó al Partido Revolucionario Social Demócrata (PRSD), que Hatuey Decamps creó al irse del PRD por antirreeleccionista, para celebrar el apoyo de toda la familia del difunto a su reelección. Dicen que Hatuey brincó en su tumba. Al contrario, creo que donde esté Hatuey aplaude a su familia y a Luis, pues el PRSD es insignificante electoralmente pero simbólicamente representa una reunificación de antiguos perredeístas que migraron al PRM, continuador de la Alianza Social Demócrata fundada por el padre del presidente, José Rafael Abinader.
Contradicción
Mientras voceros de la alianza del PLD, la FUPU y el PRD desgastan sus pocas fuerzas enrostrando a Luis que anteriormente dijo oponerse a la reelección, olvidan que ese cambio de idea es menos impactante dentro de la tradición política dominicana que los agravios, insultos y enconos entre danilistas y leonelistas, que provocaron la división del PLD.
La idea nueva que viene proponiendo Abinader desde que anunció que buscará ser reelecto es que el país necesita honestidad y decencia en el gobierno para continuar el sendero de progreso del último medio siglo, contrario al discurso de la oposición, que atribuye al gobierno ineficiencia y ralentización del crecimiento, ambas acusaciones desmentidas por los cálidos elogios de organismos internacionales y el liderazgo sindical y empresarial.
La falta de alineación del mensaje o tema de la alianza con la realidad, pese a las graves fallas de las distribuidoras de electricidad, los macos en el ministerio de Educación y la necesidad de aumentar la inversión en obras públicas, difícilmente podrá sobreponerse a la idea de que el país está dividido entre honestos y decentes, por un lado, y corruptos y demagogos por el otro.
Desde antes de 2020, la denuncia de la corrupción domina el discurso del PRM, que no había gobernado hasta entonces. ¿Podrá Abinader convencer a los indecisos y dubitativos votantes opositores que la idea de que la honestidad es indispensable es de ellos mismos, que su sentido de pertenencia debe ser con los honestos y que la alianza representa un pasado felizmente superado?
A juzgar por las encuestas parece que sí y por eso el énfasis de la oposición es destruir la credibilidad y prestigio de Abinader como gobernante honesto y decente, virtudes que pocos políticos de la oposición o de cualquier partido pueden asumir sin recibir más rechiflas que aplausos.