La increíble imposibilidad de que el Congreso apruebe al zarandeado nuevo Código Penal es otro penoso ejemplo de la falta que hace contar con voluntad política y sabiduría para decidir sobre asuntos públicos sin que la principal consideración sea el mal llamado “costo político” en lugar del bien común.
Todas las manoseadas versiones del proyecto han dado más vueltas en el último cuarto de siglo que un trompo en manos de un niño sin juguetes.
La cuestión ni siquiera es tal o cual aspecto, como el controversial tema del aborto, sino la pertinencia de los motivos para apoyar u oponerse a ese y otros puntos.
Si la decisión va a depender de lo que digan o quieran grupos religiosos, tras impedir cualquier aborto sin respeto al criterio científico y moral, después querrán ilegalizar el divorcio y por ahí María (no la de Altagracia) se va… Gobernar, legislar y administrar justicia requieren perderle el miedo a tomar decisiones necesarias y correctas pero impopulares entre ciertos grupos de la opinión pública.
Entraña una hipocresía enorme creer que lo que diga o no cualquier ley determina qué hace o deja de hacer la gente. ¿Acaso prohibir algo significa que lo prohibido desaparece? Mientras mayor discrepancia exista entre la ley y lo que se hace en cualquier sociedad, menos esperanza hay de que el crecimiento económico represente algún real progreso o mejora de la calidad de los ciudadanos y sus deseos de contribuir al proyecto de vida en común que son las naciones.
