El nuevo libro de Miguel Guerrero sobre la “transición fallida” entre 1978 a 1986 puede provocar discusiones sobre el real significado de la violencia política durante los doce años de Balaguer.
Tras la guerra civil de 1965, ambos bandos beligerantes podían optar por acogerse a las reglas democráticas y ansias de paz del pueblo o continuar su lucha política por el derrotero de los tiros y la sangre.
Escudados en una funesta ideología que, de haberla impuesto nos tendría hoy como Cuba, Nicaragua o Venezuela, muchachos valiosos –y “tígueres” del “lumpen proletariado”– quisieron librar en pueblos y campos una proyección de la guerra fría de comunistas versus gringos.
Asesinaron policías y guardias, asaltaron bancos, secuestraron diplomáticos, organizaron fallidas guerrillas, se mataron entre ellos, infiltraron partidos políticos; en fin, no eran monaguillos y pagaron consecuencias.
Tras perder Balaguer en 1978, la “apertura democrática” desactivó a esos revolucionarios.
Luego fracasó estrepitosamente la URSS. Dudo que la mayoría de esos “foros” merezca respeto ni admiración por los jóvenes liberales de hoy, excepto por un penoso atavismo.
