Es difícil fortalecer la institucionalidad y combatir la corrupción cuando el debate de asuntos públicos queda reducido a un concurso de epítetos, diatribas, difamaciones, injurias y mentiras. Así, mejor perder. Peor todavía cuando, tras cualquier pela de lengua por redes sociales o en periódicos alicaídos, las preguntas que motivan la ira de intolerantes quedan sin responder. Las maneras de expresarse privadamente o escribir en prensa, revelan mucho sobre cómo se piensa. Por ejemplo, mis admirados Andy Dauhajre, Ito Bisonó, Jaime Aristy, Inés Aizpún, Eduardo Jorge Prats, Pedritín Delgado, Carmen Imbert, por mencionar unos pocos que no coinciden en sus juicios, al hablar o escribir poseen la cortesía de la sindéresis, respeto por ortografía y gramática, coherencia, lógica e ilación (sin “h”), de quienes han leído suficiente para expresarse con claridad. Ni necesitan insultar. Escribir o tuitear torpemente es reflejo de ánimo tórpido. Peor que incapacidad mental es esa ridícula falsa superioridad moral, propia de arrogantes y patanes. La discusión sobre política, gestión gubernamental o ética requiere auténtica caballerosidad, imposible para caballeros de industria.