El problema de Haití es que está lleno de haitianos. Es feo decirlo, pero cada país no es más que la suma de voluntades, sueños, destrezas, bondades y defectos de sus ciudadanos.
En el ingobernable territorio vecino todas las patéticas métricas de desarrollo humano revelan una indolencia supina de su exigua élite socioeconómica, a la que aspiran a sumarse incapaces políticos y rapaces exmilitares, mediante la corrupción o el narcotráfico.
Su historia, que el bovarismo haitiano pinta como gloriosa, desde sus inicios es un edificio de ilegalidades, atrocidades, sangre, brujería y racismo a ultranza, al punto de ser quizás el único Estado que osó autodefinirse en su Constitución como “república negra”, pese a que quiso ser risible imperio o monarquía. Su involución desde 1804 es incesante.
Tanta ineficacia y barbarie ha llevado a sus esforzados diplomáticos a una política sensiblera e irresponsable, basada en falaces denuncias para culpar a otros por sus propios fracasos. El odio irracional contra extranjeros es sólo superado por el desamor por su propia tierra, dañada gravemente por su propia gente más que por ciclones o terremotos.
Ahora arrancó una recidiva de infamias contra Santo Domingo, la nación que más los ayuda, que por no ser como ellos en medio siglo pasamos de ser pares económicos a tener un PIB ocho veces mayor, que crece más de lo que decrece el haitiano.
Por todo esto, mucha razón tienen el presidente Abinader y la vicepresidenta Peña al sugerir a Haití que incordien menos a su vecino y se ocupen de su propio fracasado país.
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