Recién comencé el oficio de columnista a principios del Gobierno de Jorge Blanco, cuando un connotado comentarista radial, veterano periodista, fue apresado por la Policía.
Contó él mismo luego que estuvo encerrado en una celda sin ventanas, un cubo de concreto con piso, paredes y techo de poco más de un metro, con puerta de metal, en que no podía estar de pie ni acostado. Como tortura, lo trancaron desnudo junto con una rata inmensa. El abuso fue por comentarios sobre la primera dama que las autoridades estimaron muy ofensivos. Pocos colegas defendieron o denunciaron esa barbaridad, entre ellos don Germán Ornes y yo.
Pocos meses después se amistó con el Gobierno y sin motivo denostaba a Ornes y a mí. Coincidíamos en la barra del Cantábrico, donde contertulios le enrostraron su actitud vil. Él respondió: “Oh, ¿y ustedes creen que la gratitud es eterna?”. Lo recordé al ver cómo cualquier reconciliación entre viejos amigos motiva desafortunados achunchamientos. Poquísimos rencores merecen ser eternos y nunca por elección propia, si hubo auténtica amistad.
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