Entre ciegos el tuerto es rey. Igual en instituciones venerables como mi Iglesia. Digo “mía” porque he recibido todos sus sacramentos, hasta unción para enfermos; excepto el sacerdocio, mutuamente excluyente con el matrimonio.
Por vacilante o intermitente que sea mi fe, conozco mi Iglesia mejor de lo que quisiera, por familiaridad, amistad con grandes sacerdotes y labor apostólica laica que conocen quienes deben. Por eso me entristece, sin sorprenderme, que un viejo amigo a quien conocí “cuando era ciruelo”, tras escribirme una intemperada cartica hace meses en desacuerdo con alguna columna mía, ahora remacha con otra notica disgustado por mi reciente comentario sobre la vergüenza ajena que me ocasionan la llanura y pobreza de autoridades eclesiales al tratar temas no religiosos.
Cualquier cocuyo parece una estrella en noche oscura, pero constatarlo es un triste desengaño. Insisto: mi Iglesia dominicana está urgida de humildad como la del Papa Francisco, inteligencia como Ratzinger y capacidad de dialogar en defensa de la fe como san Agustín. Sí, oremos, que cordura y sindéresis pueden llegar por Gracia.
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