Rememorar las cigarras y otros pequeños monstruos de mi niñez me transportó a los jardines del Palacio de Bellas Artes, con enormes árboles y algunas anacahuitas. El recinto carecía de verjas y niños de casas vecinas íbamos a jugar, recorriendo a escondidas de las niñeras todo el borde del edificio, que luego Vicente Rubio me hizo ver que es de los pocos palacios dominicanos cuyas cuatro fachadas dan a calles desde donde puede apreciarse su arquitectura.
También aprovechábamos las pendientes gramosas del frente sur, para bajar como proyectiles con o sin yaguas hasta uno de los enormes troncos, quizás de samán. Allí cientos de mariquitas (ladybugs en inglés, realmente diminutos escarabajos) de intensos rojos y negros, pululaban en la corteza tal vez porque había nidos de comején que goloseaban.
Recuerdo también bellísimas estatuas de mármol que al parecer han mudado a otro lugar y los impecables salones de clases de música, dibujo y ballet. No conozco hoy aquí ningún edificio público tan magnífico y seguro donde mis nietos puedan experimentar similares epifanías.
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